ABAJO HABÍA NUBES

Poemario ganador del PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA MIGUEL HERNÁNDEZ de la COMUNIDAD VALENCIANA, 2020, en España.
Un libro que “traza un amplio recorrido a través de los lugares de la memoria (…); un
poema-río que recorre la propia existencia del yo con una enorme fuerza poética (…) y
un fraseo brillante que permite, al mismo tiempo, el relato, la evocación y la
construcción de hermosas imágenes. (…) “Se trata de un libro bien armado, que sirve de
soporte a una voz plenamente formada”. **
Joaquín Juan Penalva, catedrático y jurado del Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández.
Matriushka
Hay un momento sólido, cristal irrepetible,
en el que el tiempo es nuestro y nada más que nuestro.
Sea cual sea tu pueblo,
tu recuerdo en el ojo, tu paisaje,
ha existido un instante,
casi siempre en la infancia,
en el que no hay más tiempo, más rocas o más mundo
que tu tiempo y tu mundo con su olor y sus rocas.
Tallador de madera,
mi abuelo, que era un hombre cristiano, pero bueno,
construyó mi escritorio.
El escritorio rústico al centro de mi pieza
fue el centro de mi casa.
La casa que era el centro del barrio ingobernable.
Barrio que fuera el centro de un pueblo limpiecito,
hipócrita y cristiano,
podrido de homenajes y anémico de sexo.
Un pueblo también centro
de mi único universo concebible
entre azules siluetas de montañas estáticas,
hermosas y asfixiantes.
Un día, cualquier día,
—los días de la infancia son todos tan iguales
en su delicadeza de golpe y de milagro—
con los ojos heridos de madera y en la cocina espesa,
vestida de un olor a maíz nuevo,
mi madre dijo, lento, pero con voz de adulto,
“han herido a tu padre”.
Y el tiempo, que era mío, dejó de ser mi tiempo.
Se diluyó la soga que iba de mundo a pueblo,
de pueblo a barrio y, claro, de barrio a dormitorio,
por la que me lanzaba, libre, como bombero.
Esa noche de vuelta a mi universo,
que ya era un mapamundi no mío sino ajeno,
tapizado de abismos y ruidos extranjeros,
en el viejo escritorio que modeló mi abuelo,
sobre la pasta dura de un bloc cuadriculado
escribí debo irme, me iré, ya me estoy yendo.
**
Mi ruta hacia el olivo
Para los andaluces es más fácil.
Su infancia está amoblada de olivares
y los olivos son su verde patria.
Mi verde fue distinto y mi infancia fue el mango,
la guayaba, la piña, la poma, el mamoncillo.
Por eso no entendía la aceituna.
Su pulpa impertinente me asustaba la boca.
Me amargaba la dulce y voraz monotonía
con su rotundidad incomprensible.
Claro. No sucedió por siempre.
Una vez, sin saberlo,
se camufló sin pistas ni anticipos
y fue como neblina y como augurio.
La temida aceituna, la insondable, la amarga,
podía traer algo distinto al desconcierto.
Entenderlo fue inmenso.
La dicha vino rápido y fue como un ciclón.
Se revelaron notas que alargaron el mundo,
que gritaron Italia, Grecia, Úbeda,
y me hicieron anciano de una forma adorable.
Lo que antes me aterraba
se me pintó martillo de delicias.
Lo que antes repugnaba
me convirtió la boca en un imperio.
Desde aquel agujero pequeñito donde ocurrió mi infancia
y en el que la virtud era lo simple, lo insípido, lo llano,
hasta la voluptuosa soledad adulta
en donde lo temido es lo adorado,
sucedió con mi alma lo que con la aceituna:
mi amor no dejó nunca de moverse
en la ruta que va de los caparazones
a la adorable puerta de los placeres lentos.
Lo que antes era luz, después fue hastío.
Lo que antes desazón, después festejo.
**
Calma
Tras semanas nubladas por la arena
y con el traje untado a sus espaldas
la sedienta Dassín observa,
sobre el gris horizonte,
con la fe que descarta el espejismo,
la aldea que la espera, como a todo tuareg,
con agua, con almohadas y con dátiles.
El pequeño Amaalik, a bordo de un trineo
y por primera vez con edad para recordarlo,
observa cómo, tras seis meses oscuros, se hace la quaamasoq
—que es la palabra luz para los esquimales—
y por ese milagro recién visto
descubre la mañana y el color de la vida
en los ojos azules de su perro blanquísimo.
No conozco los nombres de los neandertales,
pero sé que hubo uno, atormentado y pálido,
que tras cargar por meses un martirio de dientes, lacerante,
encontró un compañero que hizo sangrar su boca con cariño
y le obsequió el milagro de una noche de sueño.
Así pienso en la muerte.
Como en una quietud reconfortante justo al final de todos los dolores.
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